Entró al café de
elocuente olor a grano molido y la buscó con la mirada. Esquivó su débil cuerpo
de las sillas de mimbre y se abrió paso por un callejón en el que veía colgar
grandes cuadros. Reconocía las firmas al pasar y creía estar en un panteón de
famosos pintores modernistas. Allí estaba ella, sentada, frágil. Parecía no
existir. Si no hubiese visto moverse, cada cierto tiempo, el satín que cubría
su pecho habría pensado que era un espectro. Pidió al camarero un vaso de
Oporto mientras sacaba de su chaqueta de cuero negro un pequeño lápiz. Le
provocaba garabatear en las servilletas. Sus cuerpos estaban separados por la
distancia que crearía entre ellos un caballo blanco de paso. Él olía a la
amazona, conocía esa fragancia que había inspirado a tantos. Era el mismo
Chanel que usaba su madre. Se acercó a ella y le dijo… y le dijo… Se precipitó
a ella y musitó en su oído…
¿Qué le dijo? ¿Qué cara
tiene esta mujer? Se esfuma la silla, el caballo y los cuadros, la mujer de
cara nublada se despide y su olor se va mezclando con el que sale de una olla
de caldo hirviendo.
Ahí estoy yo, con mi
servilleta y mi lápiz. Pido otra cerveza y espero mi plato. Intento volver al
ambiente del cuento, pero la música es fuerte y conozco la letra. Todo sería
más fácil si mi madre hubiera usado el perfume. ¿A qué huele el Chanel? Si
conociera el rumor del viento que mueve las uvas portuguesas sabría de su
dulzura. Dejo a un lado el lápiz para sorber la sopa caliente de la cuchara y
me quemo. ¿Serán las canas de la cocinera igual a la crin del caballo? La dueña
del lugar me ofrece otro plato, conoce mi nombre. Si solo su delantal fuera de
satín yo podría ver sus pechos y oír la forma en que la tela toca su piel. No
la de la señora, la de la amazona. Pido otra cerveza y muevo el vaso con gesto
aristócrata y me río. A carcajadas.
LINDO!
ResponderEliminarMe encantó!
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