jueves, 27 de enero de 2011

Wannabe


Entró al café de elocuente olor a grano molido y la buscó con la mirada. Esquivó su débil cuerpo de las sillas de mimbre y se abrió paso por un callejón en el que veía colgar grandes cuadros. Reconocía las firmas al pasar y creía estar en un panteón de famosos pintores modernistas. Allí estaba ella, sentada, frágil. Parecía no existir. Si no hubiese visto moverse, cada cierto tiempo, el satín que cubría su pecho habría pensado que era un espectro. Pidió al camarero un vaso de Oporto mientras sacaba de su chaqueta de cuero negro un pequeño lápiz. Le provocaba garabatear en las servilletas. Sus cuerpos estaban separados por la distancia que crearía entre ellos un caballo blanco de paso. Él olía a la amazona, conocía esa fragancia que había inspirado a tantos. Era el mismo Chanel que usaba su madre. Se acercó a ella y le dijo… y le dijo… Se precipitó a ella y musitó en su oído…
¿Qué le dijo? ¿Qué cara tiene esta mujer? Se esfuma la silla, el caballo y los cuadros, la mujer de cara nublada se despide y su olor se va mezclando con el que sale de una olla de caldo hirviendo.
Ahí estoy yo, con mi servilleta y mi lápiz. Pido otra cerveza y espero mi plato. Intento volver al ambiente del cuento, pero la música es fuerte y conozco la letra. Todo sería más fácil si mi madre hubiera usado el perfume. ¿A qué huele el Chanel? Si conociera el rumor del viento que mueve las uvas portuguesas sabría de su dulzura. Dejo a un lado el lápiz para sorber la sopa caliente de la cuchara y me quemo. ¿Serán las canas de la cocinera igual a la crin del caballo? La dueña del lugar me ofrece otro plato, conoce mi nombre. Si solo su delantal fuera de satín yo podría ver sus pechos y oír la forma en que la tela toca su piel. No la de la señora, la de la amazona. Pido otra cerveza y muevo el vaso con gesto aristócrata y me río. A carcajadas.


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