domingo, 4 de abril de 2010

El hijo y el perro


Llovía mucho y aún sentía agarrada a la mía, su mano pequeña y sucia. La lluvia es el único sonido que tenemos en las orejas por ahora. Casi no se oye, solo está ahí presente. Un rayo cae e ilumina rápidamente la casa de enfrente, antes de que suene el trueno se oye un gemido, adelantado a la naturaleza. El sonido gutural le hace temblar. Le aprieto más la manito y no se tranquiliza pero por mi fuerza deja de moverse. Eso me tranquiliza a mí.

Estamos escondidos en una pequeña bodega ubicada debajo de las escaleras. Una hora antes, cenábamos y veíamos televisión. Aceptó comer todo el plato de cereal si después del noticiero poníamos dibujos animados. Mientras lavaba un plato grande que casi resbala de mis manos cuando puse atención a las noticias, reparé en lo que vendría, en lo que tendríamos que vivir aquella noche y, si es que hubiesen otras, todas las que quedaran a partir de esta. Debíamos escondernos, actuar rápido pero sin tanta prisa como para aplastar a unos o para dejar abandonados a otros. Mi hijo lo escuchó al mismo tiempo que yo y su reacción fue más lúcida. Me clavó la mirada buscando una respuesta. ¿Qué hacemos? Se me ocurrió decirle que buscara algo de ropa abrigada y que se la pusiera mientras yo cerraba las puertas. Enseguida bajó cambiado; llevaba consigo un par de juguetes y un palo largo que usaba para imaginar caballos. Estoy listo, me dijo mientras yo cambiaba los canales y solo escuchaba estática. Lo subí al mesón de la cocina y, una vez allí, balanceaba sus pies con poco temor y algo de alegría. ¿Hasta cuándo debería esperar para actuar? ¿Sería muy tarde? Llamó mi atención para decirme que trajera al perro, que no quería dejarlo solo en el patio. Sin dejar de vigilarlo caminé hasta la puerta y la abrí. Silbé un par de veces y esto bastó para que la cola blanca de nuestra mascota pasara entre mis piernas y corriera a lamer a mi hijo, saltando para llegar al mesón, jugando con sus pies. Él lo instaba a subir para abrazarlo; yo los vi y sonreí con ternura: rictus que solo podía ser provocado por la conjunción niño-perro. Busqué los cigarrillos y fumé para festejar la tregua, la calma que debe preceder a la tempestad. Por un momento dejé de mirar a mi hijo, que lanzaba al perro pedazos pequeñitos de pan. Un punto de luz a lo lejos, al lado de un árbol capturó mi atención. Oí un gruñido y un grito al unísono. Mi hijo lloraba y con el palo largo que termina en una cabeza equina, pegaba la cabeza canina que lo había lastimado. Salté sobre él y lo asfixié, no sé si con mi peso o con mis manos pero dejó de moverse. Corrimos a la bodega que está debajo de las escaleras, vendé la pequeña herida que el perro le había hecho. Ahora le agarro la manito con fuerza y sé que debo matarlo si quiero seguir con vida.

1 comentario: